Sunday, February 11, 2007

Los Aplausos

Haz el ejercicio. Sintoniza el televisor en alguno de los programas de entretenimiento. Algún ‘Sábados Felices’, algún Jota Mario, émulos de los que hacía Pacheco hace varios años, y que se realizan en presencia de público. Cuando los hayas sintonizado, quédate al frente del televisor y mira el programa durante unos minutos. Cuando la cámara enfoque al público, baja repentinamente el volumen hasta que únicamente escuches el silencio y observa detenidamente a los espectadores aplaudiendo.
El combo entero aplaude contento como si no existiera pasado ni presente. Ese espacio lleno de aire que colapsa entre sus manos y se vuelve a abrir, te seduce. Quien quita que hasta estés tentado a imitarlos, pero te metes las manos en los bolsillos. Al cabo de un rato, el ritmo se intensifica y quedas como pato mirando avión, sin dejarte contagiar por el entusiasmo de ver los robots aplaudir. Se ven tan extraños, por no decir ridículos: los seres más inteligentes de este planeta golpeando sus palmas en señal de admiración o emoción. Cuando ya pasa la escena, le subes el volumen al televisor y entonces otra vez puedes deleitarte con el programa y entretenerte.
Bajar el volumen para ver las cosas de otra manera, funciona también en otras actividades. Al eliminar el volumen en la transmisión de un partido de fútbol televisado, se abre el bosque y ves que son 22 personas persiguiendo un balón. Es muy peculiar la experiencia, ya que en Colombia prolifera tele locutores de fútbol que aún piensan que están narrando por radio o dirigiéndose a televidentes invidentes.
En fin, no me voy a meter ahí... sigamos con los aplausos. Ese golpear repetitivo de palmas para demostrar emoción es extraño y a la vez tan conocido. No he visto otros mamíferos aplaudir. No, mentira. Creo que Wally o Sally, el león marino de algún parque acuático, sabe aplaudir. Al final de la aplaudida, memorizada pavlovianamente a punta de sardinas, el león marino se sumerge en su estanque esperando que le suenen el pito para hacer más piruetas. La gente aplaude al ver a Wally aplaudir. Se aplaude con emoción, ya que hay otros que hacen lo mismo que nosotros.
Me intriga saber cuál será la atracción de aplaudir, siendo ese sólo uno de los tantos sonidos que se pueden hacer con el cuerpo. Se puede gritar, silbar, dar golpes de pecho como los primos gorilas, zapatear, eructar, pero al parecer el choque de manos es el que da mayor placer y sonoridad, y a la vez el que ha sido adaptado por la mayoría de los humanos para aprobar.
Se aprende a chocar las manos desde niños. Cuando un adulto se encuentra con un niño, casi siempre tiende a pedir que le choquen la mano. “Hola nene, choca esa mano”... y el niño babeante extiende sus cinco dígitos para que el mamífero grande se la pueda chocar. ¡Choque esos cinco apéndices del extremo de la extremidad de la mano derecha...!!! Y así, desde temprana edad, se aprende a aplaudir.
Se aplaude cuando alguien termina de hablar y dar un discurso importante, cuando se termina de cantar, y en casos más extremos hasta cuando aterrizan aviones. Es la última señal de aprobación, música para músicos...
Hay muchas formas de aplaudir dependiendo del contexto. Los humanos se adaptan en sus manifestaciones de júbilo dependiendo del recinto o de la intención. No es lo mismo aplaudir cuando pasa la Reina del Carnaval desfilando, o cuando el bachiller se baja del podio después de haber recibido su diploma de graduación. El ritmo y los decibeles cambian bruscamente. Además, ¿qué tal las situaciones cuando no se sabe si es oportuna o no la aplaudida? Tímidamente se comienza a aplaudir y a mirar a ver si nos siguen la corriente... hasta que las miradas del silencio nos dan su veredicto aprobatorio.
Qué tal los osos que se hacen aplaudiendo cuando no se debe. En todo esto también hay normas y códigos que no se sabe quién dictó, pero que forman parte de las más estrictas reglas de urbanidad y civismo. Por ejemplo, está prohibido tajantemente aplaudir cuando se termina un himno, bien sea de un país, ciudad, colegio o los ridículos que se inventaron los japoneses para sus empresas. Esa regla aprendimos a pasárnosla por la faja los barranquilleros, desde cuando Elías Chegwin trataba de terminar de cantar en el Romelio Martínez el Himno de Barranquilla, ondeando por toda la cancha la bandera de la metrópolis, al inicio de los partidos del Junior.
El wagneriano final del himno, con todo y su “Barranquilla procera e inmortal”, era acallado por una estruendosa salva de aplausos, gritos de “Junior tu papá” y una que otra anticipada mentadita de madre, al hasta ese momento inocente árbitro.
Igualmente, se considera de pésimo gusto y signo de corronchería el aplaudir al término de un ‘movimiento’ de un concierto de música clásica. Sólo y solamente, es permitido aplaudir al final de la obra. Si usted es de los que se entusiasma al final de un ‘allegro ma non tropo’ en un concierto, le recomiendo sentarse sobre las palmas de sus manos para evitar aplaudir y que lo fulminen con sus miradas reprobatorias los melómanos asistentes al Amira. Si no lo puede evitar, no se amargue mucho la vida, que más de uno lo acompañará en la peladera de cobre.
Y hablando de ovaciones, recuerdo que mi abuelo refería que los aplausos más estruendosos de los cuales tenía noticia, fueron los que recibió el ganador del concurso para premiar a quien de una sentada se comiera el mayor número de guineos pasos, realizado en Ciénaga como solemne acto de clausura de las trigésimo séptima Fiestas del Caimán.
El ganador, un flaco enjuto y barrigón, natural de Guacamayal, se embutió ciento ochenta y seis guineos pasos de tamaño XL. Al preguntársele cómo lo había logrado, el flaco, con ojos despepitados, voz trémula y temblorosa, en medio de atronadores aplausos sólo acallados por sus eructos y un ataque de hipo arrítmico, antes de desmayarse alcanzó a balbucear: A puntae’pan llavecita, a puntae’pan.