Thursday, August 31, 2006

La Nostalgia es un Animal Silvestre

La nostalgia es un animal silvestre que hiberna en nuestro subconsciente y ataca sin avisar, mientras se camufla en la oscuridad de la soledad. Es punzante, se alimenta de recuerdos; cuando se encuentra fuera de su hábitat. Se hincha, le salen plumas dolorosas mientras desenreda sus recuerdos; sus cosquillas sangran y se cuagulan al instante.

Es un omnívoro que esquiva ser atrapado, no se deja domar por mucho tiempo, ya que aparece repentinamente al estar lejos de algo que se anhela y que normalmente lo detectamos a través de sabores, aromas y melodías. Es la felicidad fugaz de encontrar lo que ya se daba por olvidado.

Pertenezco a la cofradía de los nostálgicos, ese clan de lobos esteparios que en Barranquilla empiezan a aparecer en los meses terminados en “bre” y que se multiplican como verdolaga a la llegada de las primeras brisas decembrinas. Eso sí, no estoy seguro si estoy a favor o en contra de las excentricidades que puede acarrear ese animal. Es que cuando aparece en forma de un rosario de butifarras en un vuelo intercontinental, es ya un extremo. Esa choricera de bolitas de carne amasadas con amor por una Diosa de Soledad, me acompañó por 5 horas en un viaje aéreo hace algunos días. Al comienzo, me abrió el apetito su fragancia, y sentí un poco de envidia de mi vecina, pero al no ver bollo de yuca, todo se desmoronó _es todo, o nada_. A propósito, yo también he sido culpable de encaletar en mi equipaje bollos de yuca, suero y hasta sopas de guandul congeladas, para ser degustados al final de un viaje en compañía de amigos que viven en el exilio, enfermos de añoranza.

Es que la nostalgia no es nostalgia si no se comparte, si no se padece con otros. He jugado largas tandas de dominó con amigos expatriados, sin poder meter mis pies en la arenilla de la playa. He tenido el consuelo de sacudir los pies en una alfombra tupida, mientras escucho salsa vieja arropado de pies a cabeza con suéteres de todos los colores y grosores. He entonado, y hasta bailado el garabato o una cumbia en pleno invierno -y por invierno no me refiero a la llovedera, sino al frío inclemente-. En el altiplano he visto cómo coterráneos desfogan esa nostalgia. Se apoderan de todos los estereotipos que nos rodean, y los exageran a la quinta potencia para lucirlos como pavos reales. Se habla más alto de lo que usualmente se acostumbra, se le echan más vainas a los compatriotas del interior, de lo que normalmente acostumbramos. El Junior de Barranquilla se convierte en el Real Madrid, y un plato de arroz de liza amerita un precio más alto. No sé si sea la falta de oxígeno, o la lejanía del mar... pero los nostálgicos del terruño nos convertimos de un momento a otro en actores. Actores de una de esas telebobelas hechas por cachacos para cachacos, donde siempre sale un remedo del estereotipo costeño, con el cual ninguno nos identificamos. Nostalgia es no parecerse a ese man.

Las excentricidades de la nostalgia se camuflan usualmente en la comida, los olores y la música. Recibir a un compatriota en Oslo con una botella de Aguila helada al ritmo de Estercita Forero, hará maravillas. Comerse una arepa de huevo en una calle de Queens y bajarla con un masato, inmediatamente cambia nuestra percepción del lugar. Y por lugar, me refiero más al interno que al externo; al que nadie ve. No es tanto el sitio, sino la sensación del mismo, tal como lo experimenté cuando recientemente estuve en mi tierra natal por unos días y me sacudí de esa nostalgia acumulada con una bandeja de huevas de pescado, una zambullida en ese mar sucio pero sabroso y cuando pensé que ya me había curado, me percaté que me iba a ir sin echar mi habladita de paja sentado en un bordillo. De repente, esa habladita se había vuelto imperiosa, añadiendo algo más a la curiosa e impredecible lista de cosas que hacemos para apaciguar el animal silvestre que inconscientemente desatamos para que deambule libre en noches de luna chiquita, chiquitín-chiquitica... como es la luna barranquillera.

Sunday, August 20, 2006

La Insoportable levedad del ser pintor

El pintor es un masoquista que se para todos los días al frente de un espejo opaco esperando ver si aparece su reflejo en un momento de lucidez. Es masoquista, ya que sufre buscando su imagen esquiva entre los pliegues de la pulida y lisa superficie. En esas se puede quedar toda la vida, empuñando su pincel, buscando como un Rodrigo de Triana el esquivo momento mágico.

Para colmo de males, la parte que nubla más la profesión de pintor no es eso, sino todo lo que ocurre casi siempre al terminar de pintar. Algunas preguntas frecuentes creo que le añaden unas gotas de limón a esa profesión. Voy a tomar la vocería del combo de manera arbitraria y hablaré de esas preguntas o comentarios insolentes e inocentes que nos tiran de vez en cuando, los cuales a veces los respondemos con una sonrisa, pero en el fondo podemos sentir la tembladera, el hervor de la sangre calentándose y el esfuerzo para aplacar nuestra transmutación en el Hombre Increíble. Ahí van siete de los comentarios más pringamoceros que le toca soportar a los pintores y algunas sugerencias que me permito hacerle a nuestros admiradores, críticos o eventuales contertulios:

1. Por favor, absténganse de decir: “Hay que comprarle el cuadro ahora ya que en unos años será famoso e inalcanzable”. Muchas veces los que dicen eso, no compran nada... creen que por hacer esos comentarios se nos va a rebosar el ego. Crear esa expectativa no tiene un valor marginal. Nos dicen la misma vaina una y otra vez _yo creo que la he oído cientos de veces en varios idiomas- y en esas nos hacemos viejos y quien quita que más pobres. Yo tengo una lista de los que me han hecho el mismo comentario, y por ahí deambulan sin bajarse del bus. Entonces, quién los entiende.

2. Por favor tampoco repitan la historia trillada de que “hay que matar al artista o esperar que muera para que el cuadro valga algo”. No es necesario enfatizar que la obra va a valer más cuando estemos muertos. No importa. Para comenzar, ya es importante y valiosa, porque es un objeto que nos sobrepasará en el tiempo. Tampoco es chistoso. Uno sólo se ríe para seguirles la corriente y rezar para que alguien que posea un cuadro de uno no se le dé por darnos un trancazo fatal para valorizarlo.

3. Les ruego abstenerse de saludarnos efusivamente, diciendo: “¡Ahí va el próximo Picasso!”; “¡Qué dice el próximo Botero!”. La verdad, es un honor que a uno lo confundan con Picasso, Botero, y lo pongan en esa categoría. Muchas veces dicen Picasso y Botero, porque no conocen a otro pintor. Y casi siempre conocen aquel que está haciendo billete duro; nunca mencionan artistas pobres pero buenos. No he oído a alguien decir: “¡Ahí viene el próximo Figurita!”. Personificarnos con uno de esos pintores exitosos, parece ser lo mejor que nos pueden decir; pero la verdad, es que no es así. Esos profetas tampoco compran.

4. Y qué tal la preguntadera acerca de la “inspirada”. ¿Cuéntame cómo te inspiras para pintar esas locuras? Acá me puedo emproblemar con la gente del gremio, pero voy a meter la pata hasta el cuello. Cada vez que me dicen eso, nos convierten en seres mágicos e interesantes y hasta locos. Se asume que el artista se inspira y pinta. El resto del tiempo está rascándose la barriga, tomando frías en la esquina, durmiendo, etc. La verdad, es que la inspirada viene a punta de trabajo. Me atrevo a decir que uno siempre está trabajando (pero no como Uribe). Se trabaja despierto, se trabaja soñando, se trabaja pasándola en un Carnaval, se trabaja en el estudio pintando y se trabaja en el simple “estar”. Muchas veces más que un banquero de Wall Street: La única diferencia es que a nosotros sí nos gusta lo que hacemos y que no perjudicamos a nadie con nuestras acciones.

5. “Oye, pero fírmame el cuadro”. “Que la firma se vea porque si no, no vale nada”. Esa parte sí me parte el corazón. La gente al fin hace el esfuerzo de comprar una obra, y espera que se la dañen con una firma bien grande. Muchas veces los cuadros están firmados por detrás, pero parece no ser suficiente... en todo caso, la firma grande al frente está de más. ¡Eso ya es farándula! Se le tiene una confianza extrema a la firma, más que al mamarracho pintado. Las firmas sólo valen en los cheques, siempre y cuando no sean chimbos.

6. “¿Será que puedes ir a mi casa, para que veas el color de las paredes, los muebles, la alfombra, y puedas hacer un cuadro para la pared del comedor?” No somos decoradores. Repito, no somos decoradores. Hacer un cuadro para que pegue con la alfombra es hacer una propuesta indecente. Es casi prostitución. Para nosotros es muy fácil caer en la tentación, ya que el flujo de caja aveces no es constante. Pero deja mucho que desear exigir que el cuadro pegue con algo que no tiene por qué cazar.

7. “Échame la historia del cuadro, maestro”. Uno como artista, habla mucha paja, y más cuando lo tildan de maestro. Eso es darnos cuerda a soltar la lengua y la imaginación e inventarnos un paquito. Maliciosamente he echado varias historietas verdaderas y contradictorias del mismo cuadro y me las invento en el acto. Puedo asegurar que todas son verdad y todas son mentira al mismo tiempo. Los cuadros tienen vida, y muchos creen que es la vida impuesta por el creador y no confían en la vida que pueda tener el cuadro por sí solo, o más aún, en cada cual. Me he visto diciendo carretas, como las que me echaba mi mamá para hacerme dormir, con la única diferencia que al hacerlo frente a un cuadro los oyentes no se duermen, sino que comienza a fantasear más y más. Es un círculo vicioso, parece un circo y uno está en medio de todo echando el cuento.

Soy consciente que casi siempre esos comentarios se hacen con los mejores propósitos. Pero atrocidades se han forjado a punta de buenas intenciones. Para cualquier pintor, el que alguien valore, le saque placer, que vibre con lo que uno hace, es meritorio. Sentirse y que se sientan identificados con la obra es importante y es algo que nos llena de recocijo, siempre y cuando al final no nos agüen la pajarilla haciéndonos las preguntas o propuestas descritas

Thursday, August 17, 2006

Los Ascensores

No hay nada más aburridor que oír las conversaciones insulsas en los ascensores. Cada vez me doy cuenta de la cantidad de boberías que estamos obligados a escuchar por el hecho de tener que utilizarlos. No tanto son las sandeces que muchas veces tenemos que oír, sino las que también salen sin querer de nuestras bocas. Es como si no soportáramos el silencio y quisiéramos asustarlo con lo primero que se nos cruza por la mente.

Como decía, de los sitios en donde he oído las conversaciones más aburridas y forzadas, son los ascensores los que se ganan de lejos el primer puesto. No incluyo por estar fuera de concurso, las que se realizan en las colas matutinas para reclamar la cédula en la Registraduría, o las que se tienen en las filas para que lo atiendan en el ISS, porque allá la mentadera de madre no permite apreciar conversación alguna.

Esa cajita que sube y baja, que tiene botoncitos, que puede ser privada y pública al mismo tiempo, es la que hospeda el mayor número de comentarios y conversaciones insulsas. Una jaula que puede ser placentera cuando estamos solos, y muy extraña cuando la compartimos con otros. Yo lo veo exclusivamente como un medio de transporte y mi actitud cambia de manera radical dentro de esos espacios.

Procuro no musitar palabra alguna en ascensores. Me da jartera. Si estoy sosteniendo una conversación antes de montarme en uno de esos aparatos, tengo la delicadeza de detenerla y no importunar a nadie con mis disquisiciones. Hay veces, cuando el compañero con quien he estado charlando antes de abordar el ascensor no sigue mi ejemplo, me toca apaciguarlo y enfriar la parlada con monosílabos al entrar al recinto. Aún no he podido aprender cómo actuar cuando a la fuerza he comenzado una conversación pero he llegado a mi destino. Seguir hablando para aparentar ser cordial e interesado, mientras intento escapar lo más pronto posible. Odio montarme en ascensores con gente conversando amenamente, con su regulador de volumen dañado y riéndose. En esos casos de emergencia me invento un olvido forzado y espero para embarcarme en la próxima parada. La única vez que hablo en ascensores es cuando voy solo. Qué delicia. Puedo decir lo que sea, practicar mis pensamientos en voz alta sin que nadie me escuche y aprovecho para mirar desde distintos ángulos mi figura reflejada en sus múltiples espejos. Entre otras cosas, no entiendo por qué los hay hasta en el techo.

Por otro lado, es placentero mirar en silencio el piso mientras viajo en ellos, ver las lucesitas saltar de botón a botón con el premio final del timbrecito al llegar al piso destinado. Hay veces que me quedo mirando la cabellera de la persona al frente mío y sus zapatos brillantes, los relucientes maletines de ejecutivo de los mensajeros con sus portes de prócer y trato de adivinar el contenido de los portacomidas y cajitas que displicentemente cargan los encargados de distribuir domicilios, pero ante todo, evito la confrontación y la cursilería dentro de esos espacios; quizás por la simple razón que uno no se puede escapar, no hay donde esconderse. Es una jaula sin escapatoria.

El tema de conversación más frecuente dentro de los ascensores es sobre el clima, tópico en el que abundan los Max Henriquez. Confío en que algún científico encuentre el genoma que contiene ese impulso de hablar acerca del clima cuando no hay nada más que decir, o algún sociólogo o sicólogo que halle la explicación a ese impulso atávico de nuestro género. El clima es el más popular y aburridor de los temas para romper el hielo en el ascensor: “Qué calor está haciendo”, “Parece que va a llover”, “No sé cuando va a parar el invierno”. A nadie le importa de verdad y soy radical en mi posición de abstenerme de participar en ese “original” tópico de conversación.

En mi actitud y comportamiento de silencioso usuario de ascensores no estoy solo. A Einstein se le prendió el bombillo para desarrollar su Teoría General de la Relatividad, al darse cuenta que dentro de un ascensor oscuro y silencioso moviéndose a velocidad constante, el pasajero no puede saber ni percibir si está ascendiendo o descendiendo. Quizás en el silencio este la solución…


Zaloart@yahoo.com

Tuesday, August 1, 2006

Baila Cachaco!

¡Baila cachaco!, ¡Parece cachaco!, ¡Baila!, ¡Muévete! Esas eran las flores que me llovían mientras desfilaba por la Vía 40 durante la pasada Batalla de Flores a la que asistía después de diez años de ausencia, durante los cuales de vaina participé en los remedos del Carnaval que nos inventábamos barranquilleros nostálgicos, ya sea en la Atenas Suramericana o en algún bailadero latino del Bronx.
Yo iba desfilando y alzando el codo constantemente, y no como parte de una comparsa o al ritmo de la tambora, sino por efecto de varios fondos blancos de ron blanco. Desfilaba sabroso, planeando por la calle a distintos compases, buscando esa brisita que aplacara un poco el efecto del sol de la una de la tarde rechinando en el pavimento, mamándole gallo a la gente, y sacando fuerzas para terminar la odisea. En fin, intermitentemente, cuando estaba empinando el codo, y cogiendo un segundo aire para aguantar el kilometraje de ron, danza, color y calor, de pretil a pretil me llovían los insultos de ¡baila cachaco, muévete!, y como perrito regañado me fajaba de nuevo y buscando la conmiseración de mis implacables jueces, gritaba ¡guepajé!, ¡guepajé!
Apenas escuchaba un “¡baila cachaco!” era como si me hubieran puesto ají no sé dónde. El guardado y bien enseñado pique generacional contra la gente del interior empezaba a salir por todas las gargantas de los asistentes a los palcos (los de 5 barras eran los peores), ocasionando en mí un corto circuito bailable, el cual duraba cada vez menos tiempo. Se podía considerar casi un comentario busca-pelea... el cual al sólo sugerir la idea de no haber nacido en el Caribe era la gasolina necesaria que necesitaba para delirar con mi “swing” en la Vía 40. La gente en coro lo gritaba, sonriendo, ya que ellos también sabían el dolor que puede infringir su mofa y más a un barranquillero en medio de un desfile de Carnaval.
A pesar que aún en julio estoy todavía lamiéndome las heridas a mi ego caribe por la experiencia carnavalera pasada, no voy a echarle vainas a mis coterráneos por confundirme con un cachaco, ni voy a juzgar si éstos bailan bien o mal... si pueden mover los hombros o no... si la mayoría de ellos no conoce el mar, y si es cierto aquel mito de zapatos y jabón para ir a la playa. Reflexiono acerca de esto a 2.600 metros más cerca de las estrellas y más lejos del mar, chapaleando constantemente para no ahogarme, no por el exceso de agua, sino por la falta de oxígeno.
Con el perdón de mis amigos y amigas del altiplano, decir que alguien baila como cachaco, es decirle de forma bonita: “por favor retírese de la pista de baile y tome clases de swing”. Por otro lado, decir que uno es costeño, automáticamente lo mete a uno en la lista de los mejores danzarines del planeta o que baila arrebatao. Total, creo que deben existir algunos cachacos que sepan mover el esqueleto, así como costeños que sean unos catres al moverse... Pero la cosa no se detiene en esos prototipos regionales, sino en la obsesión por bailar y ver bailar.
Previendo esto, en la educación casera costeña, aparte de aprender a cepillarse los dientes, saber cuando masticar y hablar en la mesa, saludar cuando hay visitas, es indispensable intensificar las clases de baile con la mamá, cuando como en mi caso no se tiene hermanas. Aún recuerdo el ver a mis hermanos soportar una hora de baile con mi mamá antes de una fiesta. Yo también pasé por las mismas y me burlaba también diciéndoles que bailaban como cachaquitos, pecado que pagué con creces en el Carnaval pasado.
Escribo esto, tarareando la canción de Joe Arroyo ‘Barranquillero que baila arrebatao’, y la tarareo por su moraleja. El barranquillero siempre está mamando gallo, irrespetando con gracia el establecimiento. Hace comentarios picarescos y se queda mirando con una sonrisa socarrona esperando la reacción del otro. Es suspicaz en su sarcasmo y creo entender por qué el barranquillero baila arrebatao: Para que no exista duda de su origen y que por ningún lado se le salga el cachaco, y para impedir a toda costa que en el Carnaval, su fiesta cumbre, lo levanten a gritos de ¡Baila cachaco!, ¡Parece cachaco!, ¡Muévete cachaco!

Zaloart@yahoo.com

El Miedo y las Superficies

Hace unas semanas se me ocurrió la no muy original e inocente idea de escribir sobre mis experiencias cuando asisto a misa. Ante todo, quiero pedir disculpas si mi confesión causó molestias o irrespeté las creencias de algunas personas. Nunca fue esa mi intención.
A causa de ese escrito en donde describía mi frustración por no poder participar de igual manera que otros afortunados feligreses del Santo Sacrificio, recibí un aguacero de reclamos de todos los colores y sabores. Después de esa experiencia ahora me da miedo aburrirme en misa y he prometido nunca más volver a ventilar mis traumas religiosos de fe por escrito. Me concentraré en temas menos espinosos, ya que no soy teólogo, filósofo, ni intelectual declarado, sólo intenté describir e interpretar situaciones por las que creo, más de uno pasamos.
Varias cosas me gustaría aclarar acerca de mis traumas con la Misa y la Religión. Fui bautizado y creo que lloré cuando me echaron el chorrito de agua fría. Hice la primera comunión y fue la primera y única vez que pude ponerme un vestido entero blanco con zapatos de charol blanco. Al hacer la confirmación, creo que el desencanto con los rituales de la iglesia se agudizaron. Los domingos cuando no me escondía en el closet para no asistir a misa, me iba temprano al partido del Junior, esa era mi salvación. A pesar de todas estas estrategias para esquivar la Eucaristía, guardo en mi billetera una estampa de la Virgen de la Candelaria (obsequio de mi abuela materna) y cada vez que viajo no puedo hacerlo sin que mi abuela paterna me persigne con agua bendita. Al estar en un avión, me persigno y rezo para que no pase nada malo, lo cual me ha dado excelentes resultados, y de vez en cuando, me sorprendo yo mismo al encontrarme terminando mis conversaciones con un “...si Dios quiere”, “Gracias a Dios”, etc... Acepto entonces, que soy uno de esos cristianos con problemas de ignorancia y analfabetismo litúrgico, que desafortunadamente, al igual que otros, se aburre en las misas y por más que he tratado no he podido cogerle el gusto de participar activa y conscientemente en ellas, al igual que otros.
Y me aburro, entre otras cosas, ya que no puedo relacionar esa media hora de misa con las actitudes que observo en feligreses después y antes de la misma. Muchas veces veo gente mentando madre en el parqueadero después de haber comulgado. Con frecuencia me veo peleando contra “malos pensamientos” inspirados en los escotes y minifaldas en la pasarela que se convierte esta ida a misa. Soy culpable entonces, de sólo ver las cosas que ocurren en la superficie de tan importante sacramento, y quizás esto proviene de mi obsesión por la pintura y por las superficies en general.
Enfatizo esto, ya que las superficies, su oleaje cromático, sus quebrantos topográficos, sus ritmos sensuales, son los que cautivan mi atención. Estos mismos quebrantos en la superficie de la vida que vivo es lo que ha formado mi quizás miope punto de vista al referirme a las misas, y quien quita que para todas las cosas en general...
Escribo esto para todos los numerosos robots que como yo, repiten, se sientan, se ponen de pie y no alcanzan ni a ver ni a percatarse de toda la dimensión de este ritual. Algunos de estos robots, mandaron cartas de solidaridad, mientras otros deseaban que me quemaran en la hoguera y solicitaban mi excomunión. Me mandaban a castigar en nombre de Dios por haber ventilado mis pensamientos en público, mientras otros lanzaban improperios personales infundados, porque consideran, como algunos fanáticos de la edad media, que el humor y la religión son incompatibles.
Guardadas las proporciones, me sentí como un Salman Rushdie o un caricaturista danés ante los ataques de los fundamentalistas islámicos.
Siguiendo la recomendación de uno de mis lectores de leer la Biblia me alegra saber que “Dichosos los que no han visto y han creído”. ¡Dichosos definitivamente!